Fiction
Thousand Languages Issue 1
Trago
Laura DicocheaEl agua sabe diferente aquí. En mi país, el agua sabe más como a metal, fuerte y oxidado, y hay que esforzarse para beberla. A veces es oscura, casi como el color de la miel, pero en mi nuevo país, la gente no parece sorprenderse de la transparencia del agua, como si no debería tener color alguno. La beben con tal arrogancia, como si nunca se acabara.
Mi madre en sus cartas escribe que debería encontrar a nuestros antiguos vecinos, los que dejaron el viejo país hace mucho tiempo. Ellos serían capaces de enseñarme los pequeños mercados que están en las calles sucias en donde podré comprar las bebidas que tomamos. Pero las cartas tardan mucho en llegar y para cuando las recibo, ya no tienen importancia. Empiezo a tomar en cuenta las ordenes de mi madre como meras sugerencias. Empiezo a beber esta nueva agua que huele a vapor y sabe a nada, y yo ya empiezo a sentir algunos cambios en mí. Mi piel empieza a tornarse clara, y ahora entiendo el porqué la piel morena no es tan común aquí. Mi cabello ha adelgazado, mis rizos empiezan a convertirse en ondas más sedosas. La gente parece sonreírme más.
Ayer, una de estas personas risueñas ––un estudiante de posgrado, un hombre mayor––me preguntó si quería cenar con él.
“Conozco este increíble restaurante, es una mezcla fantástica de comida birmana, tailandesa e hindú. ¿Te gusta?” dijo.
Rápidamente me empecé a acostumbrar a los rostros escuálidos de los hombres de este país, de la forma en que me miraban era como si fuese un dulce colorido que les gustaría comerse. Pero fue la primera vez que uno de ellos se me había acercado de esa forma. Al principio estaba insegura. Pero después, el hombre risueño tomó mi mano y la apretó. Sus dedos eran tan blancos y suaves como la masa y pensé !Oh! este hombre debe ser dulce, tan dulce como la masa. Y después dije “Sí, sí” como a las mujeres que había visto en los comerciales de televisión de las tiendas de joyería respondiendo a las propuestas de matrimonio.
Mientras me arreglaba para nuestro encuentro, nuestra cita, pasé varios minutos observándome en el espejo. Si mi madre pudiera verme, diría que soy vanidosa. Tenía una verruga en mi cuello, una mancha oscura de la cual brotaban unos cuantos vellos ásperos. Muy raramente veía esta marca porque a menudo vestía blusas con cuello alto, y porque cuando me desvisto cuidadosamente miro hacia el suelo, evitando el único espejo que se encuentra en mi pequeña residencia estudiantil.
Pero esta fue una noche especial. Yo quería usar un vestido nuevo que revelara la cima de los hombros. Yo lo había comprado ese mismo día en la tienda de segunda mano cerca de la universidad, casi inmediatamente después de que el hombre risueño soltara mi mano. Para mi buena suerte, lo encontré en el fondo del contenedor de las rebajas. Pero cuando me puse el vestido y vi la verruga––con la que nací, y que se negaba a desaparecer sin importar cuánta agua bebiera––pensé entre mi, Todo se arruinará. Quise recordar si había visto a otra mujer en este país con tal marca en sus cuellos pálidos y rosados, una bola negra con pequeños vellos brotando como el mío, pero no.
Entre los cajones de mi baño busqué unas pinzas. Solo había un seguro. Lo tomé, me paré frente al espejo y miré directamente a los ojos mientras me perforaba la piel enrollando los vellos alrededor de la aguja afilada y los saqué. Jalé el seguro suavemente, pero, aun así, sangré. Aunque el dolor no era tan grande, mis ojos se pusieron llorosos. No había llorado desde que llegué a este país, así que cuando las lágrimas tocaron mi boca, me sorprendió el sabor.
Mañana le escribiré una carta a mi madre explicándole cuán diferente es llorar aquí. Ella adora que le explique las diferencias entre nosotros y ellos. Le explicaré que cuando ellos lloran, el agua en sus cuerpos cambia del sabor insípido de antes a un sabor bastante intenso––casi picante––pero de alguna forma todavía sabe a agua limpia. Nada parecido como cuando nosotros lloramos. Para nosotros, el agua sale del cuerpo de la misma manera que entra: sucia.
En la carta no le diré cómo es que mi cuerpo ha cambiado, como es que ahora mis lágrimas saben tan limpias, como empiezo a parecerme más y más a ellos cada día. Que tan sedienta siempre estoy. Pondré la carta en una caja junto a una botella de agua de mi nuevo país, y pido para que mi madre la beba.
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